Teresa Jaraquemada, que ha sido muchas cosas en su vida personal y profesional, nunca se ha dedicado a la poesía. Pero hay personas que tienen un don y entre ellas está Teresa. Su don consiste primero en saber mimetizar su voz, que se ciñe a lo que requieren los personajes que ella ha conocido, sus estados de ánimo, su vivencia de un paisaje o de una conversación. En sus poesías está la voz de la gente de su pueblo, la de la melancolía, la de los afectos, la de las experiencias más personales y, a veces, la de una escena que podría ser insignificante, pero que ella sabe llenar de significado. Teresa tiene ese don. Pero para ejercerlo hay que tener otra cosa, y es la de haber sabido mirar y sentir. Quien lee sus poesías no duda de que Teresa ha tenido una vida intensa, pero sobre todo de que ha sido capaz de asumir con entereza lo bueno y lo malo. Al final, la sensación que despiertan sus poesías es la de una biografía aceptada en su totalidad. Teresa, parece decir su libro, ha pasado por alegrías y tristezas; pero mira su pasado de frente, le da sentido y lo integra en una imagen hermosa y sugerente, que evoca, sobre todo, plenitud. La fortaleza es para mí lo que le permite a Teresa modelar sus recuerdos de tal manera que, para decirlo con sus palabras, “se coloca / todo en su sitio / sin más embrollo / sin más misterio”
José María Candau Morón
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