Seguro estoy de que cualquier persona que, callejeando, encontrase una joya a sus pies, la cogería y, sin más, seguiría adelante. Pero si, en lugar de una joya fuese un joyero, pues tanto mejor para los dos. Me refiero a este libro.Ahora bien: considerando que no es del todo correcto que eso el autor lo diga de su propia obra, mucho le gustaría que el lector, tras comprobarlo, lo dijese él mismo.A Dios gracias, éstas no son joyas para las narices, orejas o cualesquiera otras partes del cuerpo, (pura superficialidad), sino que hacen de lámparas para alumbrar los oscuros rincones del alma.Un ejemplo: “Estaba yo en el centro mismo de la oscuridad, de la nada, sin apenas conciencia de mí; más que dormido, muerto, más que muerto, inexistente: un tronco varado a la orilla de la corriente. Al cabo empezó a clarear el alba, con mucho cuidado, como llamándome, como queriéndome despertar sin sobresalto; y cuando, por fin, abrí los ojos, tuve que volver a cerrarlos porque me quemaba el sol”.
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